Onyarbi.
Cuando alguien habla conmigo por primera vez, es común que pregunte -¿De dónde eres?- El híbrido acento confunde. Responder de forma sencilla, es complicado, pues tengo la gran fortuna de poder elegir, aunque por un tema de nacimiento y sobre todo de sentimiento, lo primero que digo es que soy mexicano. Sin entrar en tintes políticos, mi ascendencia es española, se puede dividir en dos vertientes, la gallega y paterna, más presente en el acento, pues la adolescencia y juventud la pasé en Galicia; y la otra, por parte de madre, que, aunque por mi nombre se intuye, del País Vasco, ambas del norte y ambas emigrantes.
Después de varios años viviendo en México en una segunda etapa, decidí, probar con Hondarribia, o Fuenterrabía, su nombre en castellano. El paraje de casi todos mis veranos, el primero fue con meses de vida, y desde entonces siempre ha tenido relevancia en el cronograma, aunque, es verdad, que no fue así en los últimos años. La decisión de venirme no fue difícil, pues justo hace un año, mi sensibilidad para la toma de decisiones estaba a la deriva, y a pesar de que rechazaba algo la idea, había necesidad y la sutil insistencia de la Amatxo, que sabía que era un buen lugar para reajustar el rumbo.
Cuando llegas a Onyarbi –apodo local– te atrapa su atractivo, parece haber sido diseñado para ser el ambiente de un cuento, un pueblo muy fotogénico, con rincones únicos y combinaciones de colores, perfectos para un buen encuadre, en un término moderno, es instagrameable. Pero más allá de eso, el encanto del pueblo es que, a pesar de los años, de la evolución tecnológica y de la fama turística con la que cuenta, sigue guardando su esencia y autenticidad. Ni el pueblo ni su gente se han alterado, han mantenido la calma y han ido creciendo a su ritmo. El día a día, gira entorno a sus tradiciones, fuertemente ligadas al mar, y en proteger su legado y su historia. Su otro gran atractivo, es la geografía privilegiada con la que cuenta, pues los que aquí vivimos, tenemos un acceso y una apertura a la naturaleza difícil de encontrar, ya que, desde la puerta de casa, puedes elegir dos ambientes, que la mayoría de las veces son contrarios, mar y monte.
Lo idílico del lugar no significa que fuera fácil, adaptarse costó, hubo un cambio radical de ritmo, de clima, de costumbres, de carácter y de trato. Mentiría si dijera que no echo mucho de menos mi querida Ciudad de México, su esencia y sabor, el humor de su gente, su frenética actividad y su caos, pero sobre todo el cariño y la compañía de mi gente. Hago menos dura esa añoranza con algún podcast de humor -un poco pelado- y entonando, con mucho sentimiento, los clásicos de JuanGa y Marco Antonio o del emergente Carín.
El entendimiento llegó poco a poco, a base de eventos cotidianos cómo: atravesar la calle Mayor rumbo a la biblioteca en busca de un libro; sentarse en la punta del espigón con un puñado de pipas a ver el desfile de embarcaciones y aves; acercarse al puerto refugio a ver la flota de arrantzales que, según la temporada, sale a faenar verdel, anchoa o bonito; disfrutar de un paseo en bici con el mar y el Bidasoa de guardián, o caminar por la arista de un acantilado con el rugido de las poderosas olas cantábricas… Simples lujos o lujos simples que van descubriendo y desgranando porque estoy aquí.
Se viene un verano muy especial, la primera reunión familiar casi al completo de la segunda, tercera y ya dos nuevos integrantes de la cuarta generación. Será aquí en Onyarbi, pues hace cincuenta años, mis aitonas lo eligieron como cuartel de invierno (para el verano). Honraremos como seguramente, más les hubiera gustado vernos, disfrutando de todas las actividades y lugares que este tesoro tiene guardadas.
Para terminar, unas pocas fotos y, dedicatoria especial para mi Amatxo, que me abrió las puertas de su casa (con Mole incluido), y donde tuve la fortuna de conocerla como persona, una oportunidad con la que pocos hijos contamos, y que muchas veces nos olvidamos, que detrás de una madre, hay una persona.
gero arte!
#vibralindo